El concepto de arte y la recepción del arte prehispánico en el siglo XVI

Juan Flo

I

En este trabajo hay dos partes diferenciadas. En la primera se intenta justificar el uso de cierto tipo de investigación documental para reconstruir el modo como se transforma el concepto de arte desde el siglo XV hasta el siglo XIX. Se consideran en primer lugar sumariamente las propuestas teóricas de las que se parte, consignadas y argumentadas en otros trabajos previos, y se discute en qué medida una investigación documental puede ser pertinente para sustentar algunas tesis en el terreno de la discusión filosófica acerca de la definibilidad del arte. Por otra parte se analiza la posibilidad de obtener información adecuada a esos fines y qué tipo fuentes son accesibles y pertinentes.

En la segunda parte se analizan algunos textos del siglo XVI que testimonian la recepción del arte prehispánico en Europa y se los contrasta con un conjunto de textos de los siguientes tres siglos a los efectos de reconstruir, al margen del discurso que podemos llamar “oficial”, que es el de las preceptivas tradicionales y cierto discurso letrado de filósofos y tratadistas, la experiencia inmediata, no conceptualizada ni normalizada, frente a obras de un arte “otro”.

En las últimas décadas se ha desarrollado un debate que sólo sería de interés para los filósofos profesionales si no fuera porque está vinculado - en el momento actual de una manera explícita- a la situación de las artes visuales contemporáneas que, medidas por el paradigma que proponen las instituciones que a nivel mundial lo valoran, lo fundamentan y lo difunden, podemos calificar, por lo menos, de problemática.

Ese debate tiene que ver con la posibilidad de definir el arte y, en último término, decidir si existe un auténtico concepto de arte o si no es otra cosa que una convención terminológica propia de una época que se ha usado desde criterios culturales también datados para aludir a muy diversas prácticas sociales, a diversos productos que de ellas provienen y a los juicios también diversos que sobre ellas se hacen.

No voy a tratar ahora esta cuestión pero la que aquí me ocupa tiene que ver con ella porque busca investigar, a partir de cierto conjunto de testimonios, de qué manera se configura el concepto de arte a lo largo de la modernidad y en qué medida es posible utilizar los resultados de esa investigación para confirmar o debilitar algunas tesis sobre la naturaleza de ese concepto.

Para ello me es necesario partir de un conjunto de supuestos que no es el caso debatir aquí y que deben constituir el menor número de asertos que impliquen o exijan una concepción esencialista del arte pero que, a la vez, no impliquen ni exijan reducir el uso del término a una simple convención léxica de facto. Quiero decir con esto que asumo la actitud más radical respecto a la imposibilidad de una definición en términos esencialistas de la obra de arte y de la práctica social desde la cual se la produce y se la reconoce -tesis que se ha vuelto dominante en la discusión filosófica de las últimas décadas- pero que, en desacuerdo con la opinión general, afirmo que un anti-esencialismo radical no es incompatible con una forma precisa de identificar la práctica social que llamamos arte y las obras que la integran a lo largo de todas sus manifestaciones históricas. No voy a considerar la justificación de esta postura puesto que ya intenté realizarla sumariamente en otro trabajo ( Fló, 2002) pero en lo que sigue voy a darla por supuesta.

Doy por supuesto, por lo tanto, que el arte no es ni una esencia de naturaleza ideal, ni que resulta básicamente de disposiciones o funciones innatas del sujeto individual -sea que éstas estén constituidas ab initio o respondan a maduraciones o construcciones resultado de cierta interacción con el entorno-, o que tenga socialmente un desarrollo acumulativo del tipo del que atribuimos al saber técnico.

Por lo tanto es razonable admitir que las obras de arte carecen de propiedades observables que le sean necesarias y suficientes, y que tampoco poseen otras propiedades no observables que respondan a esas dos exigencias. Asimismo suponemos que arte no corresponde a una función precisa y puede cumplir muy diversas tareas.

Hay que señalar que la aceptación más o menos difundida de estas tesis es resultado de -y a la vez una reacción a- un proceso que abarca los dos últimos siglos, pero que se inicia en el Renacimiento, proceso en cual el concepto ‘arte’ fue ampliando su denotación.

Ese proceso de ampliación ocurre a contrapelo del efecto unificador, pero reductor, que tiene el modelo clásico no solamente como modelo efectivo para los artistas sino, sobre todo, como modelo que permite la clasificación y la conceptualización de la doctrina letrada del arte. En realidad la apertura mayor ocurre cuando en el Renacimiento la investigación, legitimada primero por el proyecto “científico” de la perspectiva geométrica, el claroscuro, la anatomía, y luego por la exaltación de las invenciones de los grandes artistas y por la búsqueda de lo novedoso por los manieristas, genera un espacio de libertad que es el antecedente de la idea de genio que, antes del romanticismo, Kant define como ese inexplicable poder que otorga una regla al arte pero lo hace no mediante normas formulables sino solamente en la realización de la obra.

Es así que ese proceso de ampliación respecto de estilos, corrientes o productos de origen exótico ocurre en gran medida asociado al crecimiento de la diversidad en el arte europeo a lo largo de toda la modernidad. Esa integración se aceleró de manera omnívora a partir del siglo XIX hasta producir el museo universal, y dio la oportunidad de poner en cuestión las nuevas adquisiciones hasta llegar a denunciarlas como una forzada igualación de lo que había muy buenas razones para seguir mirando como diferente. Las observaciones críticas puntuales sobre algunas de esas inclusiones como ocurrió con el arte tribal africano ya en la primera década del siglo XX que obligaron a legitimarlo estéticamente ( Einstein, 1915); la necesidad de explicar el museo imaginario que abarca toda la historia (Malraux, 1951); la discusión sobre la legitimidad de las lecturas antropológicas hechas desde la concepción de la racionalidad que le impone la cultura del antropólogo (Winch 1970) y las reivindicaciones contra todo centrismo occidentalista de los difundidos “estudios culturales”, son la contracorriente dispersadora y centrífuga que se engendró en el mismo vórtice de la espiral centrípeta que había configurado el universal concepto de arte con el que el modernismo cerró, sin duda, una etapa de la historia.

Pero el problema no acaba con la admisión de que debemos considerar todas las prácticas llamadas, quizá equívocamente ‘arte’, desde el punto de partida que nos impone el actual estado de la discusión y que, en consecuencia, debemos considerar que esas prácticas constituyen una sucesión de conductas, actitudes, oficios, productos, sentidos y experiencias, que forman, a lo largo de la historia, en las diversas culturas y en los distintos grupos sociales de cada una de ellas, conglomerados diversos. Y que esos diversos conglomerados están integrados por materiales distintos, es decir por distintas combinaciones de algunos de las variedades de las entidades que acabo de listar, y seguramente también de otras.

Una vez admitido esto debemos enfrentar dos nuevos problemas. El primero es que aunque demos por supuesto que una identificación del arte es teóricamente posible sin asumir el costo de una definición esencial, eso no prueba que se cumplan las condiciones que deben darse para que esa identificación se pueda realizar efectivamente. El segundo es la cuestión de si es o no es realizable una investigación para comprobar si en la historia se da la existencia de esas condiciones, es decir que pruebe que el concepto de arte se ha construido de una manera tal que sea posible la identificación inequívoca de su objeto.

En cuanto al primer problema no voy a discutir aquí las que creo buenas razones para rechazar que la imposibilidad de una definición esencial del arte impida su conceptualización como una entidad discernible. Pero es claro que esas razones, de ser realmente buenas, sólo servirían para rechazar la disyuntiva corrientemente aceptada según la cual en la medida en que no paguemos el precio del esencialismo no podremos conceptualizar el arte mediante criterios genuinos para identificarlo, es decir, criterios que no consistan simplemente en el recurso de llamar ‘arte’ a lo que es decretado por alguna institución investida de poder para identificarlo. Nos faltaría, de todos mostrar que esa posibilidad, la de no recaer en el esencialismo y a la vez proponer una conceptualización legítima del arte, no solamente no puede ser excluida sino que, además, encuentra sustento en los hechos.

En cuanto al segundo problema aunque podamos tener la tentación de minimizarlo desde cierto buen sentido, hay dificultades que nos obligan a considerarlo con algún cuidado.

Es posible imaginar que un espíritu práctico, y no necesariamente necio, considere que el problema como tantos otros, es una repuesta artificiosa de los filósofos a ciertos cambios en la sociedad que han generado transformaciones radicales en el arte y que el debate se realiza en el terreno equivocado. La respuesta, que ya adelante más arriba es que aunque algo de esto fuese cierto, el hecho de que esas condiciones de la sociedad y la cultura nos permitan planteos que eran impensables hace un siglo -aunque no impensables cuando Duchamp hizo su primer ‘ready made’- nos obligan a no perder la oportunidad de tomarnos en serio un problema que también es inédito para la teoría y que por lo tanto revela la pobreza de aquélla teoría de la que disponíamos.

De todos modos es cierto que parece de buen sentido señalar que no todo es diversidad en ese conglomerado variable que llamamos arte. Materiales, tipos de técnicas, usos o funciones diversos pero no demasiado numerosos, propiedades como la mimesis, asociación con otras prácticas (religión, magia, ceremonia, ostentación) se reiteran. Que la imposibilidad de conseguir una definición en el sentido tradicional -que exige reconocer por lo menos una nota necesaria y suficiente que permita diferenciar ese concepto- será o no demostrable pero es un insoslayable hecho histórico que no podemos ignorar. Y hasta podría sostenerse que la longevidad de la mimesis aristotélica (a pesar de que no es cierto que toda mimesis sea arte y muy discutible sin extender el concepto de mimesis de manera antojadiza que todo arte lo sea) se explica, entre otras cosas porque toda otra propuesta es todavía menos satisfactoria.

No es por lo tanto mediante el sentido común que podemos desembarazarnos de una argumentación que parece encerrarnos en la disyuntiva de una metafísica esencialista o en un radical relativismo cultural no solamente acerca de la valoración del arte sino también en lo que hace a la existencia misma de una práctica identificable a lo largo de la historia. Y no podemos escaparnos al problema echándole la culpa a la disolución del arte atacado por cierta patología que alcanza con diagnosticar y denunciar. En realidad lo que ocurre es que el concepto de arte pudo sostenerse una vez que se abrió incluso a las artes que escapan al modelo clásica y en particular las exóticas e incluso las primitivas solamente en la medida en que la interpretación metafísica del arte permitía afirmar, a la vez, una apertura e invención impredecible y una esencialidad indudable. Definirlo, -desde Kant y sus seguidores y a la vez críticos, los románticos- consistió en fundar el arte en su poder de reconciliación entre el mundo de la necesidad y el de la libertad, entre naturaleza y espíritu. Cuando ya sin poder apelar a ese extremo, el modernismo, al mismo tiempo que ampliaba aparentemente sin límites el espacio del arte, tuvo que proponer criterios que se volvieran adecuados a su necesidad de ganar legitimidad y que permitieran una docencia capaz de preparar un público de admiradores. La solución de los críticos tendió a un formalismo poco elaborado, mientras otros sectores más díscolos apostaban a la virtud subversiva de la incesante novedad, que es lo mismo que definirlo por su indefinibilidad.

Debemos, pues, asumir las dificultades que plantea buscar en la historia el fundamento de una identificación conceptual del arte porque esas dificultades son auténticas.

Hay una primera dificultad que nace del hecho de que una investigación que busque determinar si hay algo que se reconoce como diferenciado de otras actividades y mantiene una continuidad del tipo de las que deberíamos descubrir para comprobar la existencia de una actividad identificable como arte a lo largo de la historia, se enfrenta al hecho de que, al estar el arte subsumido y utilizado por instituciones de un enorme poder, los rastros que nos quedan acerca de cómo fue realmente experimentado y reflexionado, quedan sepultados bajo los documentos institucionales desde los cuales solamente se percibe su heteronomía. Por otra parte, los documentos letrados de los filósofos, los tratadistas o los artistas tienden a reflejar un discurso tradicional que tiene su propia línea de perduración histórica y es relativamente inmune a las transformaciones que el arte sufre tanto en sus rasgos de estilo como en sus funciones y en la manera de ser percibido y apreciado.

Desde el comienzo la empresa es difícil porque debemos comprobar, incluso en qué medida hay o no, a cierto nivel de la experiencia y el pensamiento que puede ser diferente en diversos grupos sociales, un tipo de recepción común para productos de diferente naturaleza física, con diferentes funciones “oficiales”, y con lo que para nosotros tendría diferentes rasgos de estilo o lenguaje estético, y, a la inversa, en qué medida cosas agrupadas por el discurso letrado y por el reconocimiento de la institución que se ha apropiado de esa práctica pueden ser o no discriminadas desde diversas actitudes de la valoración, disfrute, curiosidad o respeto. Es muy fácil comprobar que una cultura asocia o disocia ciertos objetos según una conducta conveniente, según su distribución física, según la aprobación convencional y según un discurso aprendido; lo difícil es ver en qué medida por debajo de esas formas existen otras experiencias significativas. Diversos tipos de objetos pueden estar en un palacio o en un templo y todos pueden ser apreciados, pero ni el abrazo de los muros ni la estima de los hombres nos dicen los suficiente acerca de cómo son percibidos y en cierto modo pensados. Y tampoco nos alcanza lo que podemos llamar la tradición letrada o la versión institucional, y no porque esté reprimida una conciencia diferente de los vencidos, los inferiores, los desheredados, -aunque esto también puede ocurrir pero en el proceso de continuidad del arte no son esos grupos los que cuentan- sino porque esa conciencia diferente puede existir en los grupos cultivados pero fuera del espacio convencional del discurso. En el caso del arte, más todavía que en el caso de la convicción ideológica, no es el discurso el que encierra toda la verdad que se está en condiciones de formular.

Este primer problema identifica el tipo de información que necesitamos y la dificultad de acceder a ella. Se trata de acceder –o mejor, construir o reconstruir- lo que puedo llamar el ‘concepto práctico’ del arte es decir la forma que se da la compleja relación vivida con el arte en las diversas culturas, incluyendo las respuestas tradicionales interiorizadas pero distinguibles del discurso tradicional que tiene, generalmente, una línea de reproducción de relativa independencia.

Creo que las dificultades de las que hablamos antes pueden ser superadas por estrategias de investigación adecuadas que se dirijan a reconstruir el concepto práctico y no queden atrapadas en los documentos más accesibles. Es cierto que el concepto práctico tiene que ser reconstruido a partir de indicios escasos y que estos permanecen emparedados detrás de los bloques de la documentación que responde a las fuentes más prolíficas y duraderas, las de las instituciones que dominan el arte y de las cuales éste es instrumento y el de las tradiciones letradas o incluso populares que fijan un discurso que se estereotipa. Pero precisamente en este trabajo propongo un campo de investigación prácticamente virgen constituido por una documentación que nos permita acceder al concepto práctico del arte a lo largo de la época moderna por la vía indirecta de la recepción de un arte “otro”.

Podemos sin embargo preguntarnos si no subsiste todavía una dificultad de otro nivel que la que hemos intentado suprimir con la propuesta anterior. Una dificultad que puede parecer insuperable porque permite la aplicación de una tradicional crítica escéptica en un terreno adecuado para que prospere.

Comprobar que la identificación del arte a lo largo de la historia es realizable en tanto podamos dar cuenta del modo de articulación o segmentación que en distintas culturas sufren los ingredientes del conglomerado arte, es decir, en tanto podamos dar cuenta de la historia de su concepto, exige suponer que es posible una investigación que nos permita verificar en qué medida esa historia cumple con las condiciones que hemos establecido para que algo pueda ser identificado sin necesidad de disponer de un concepto esencial. Pero la crítica radical, en tanto afirma el carácter puramente convencional del concepto y su inexistencia como categoría estable a lo largo de la historia no solamente es negativa acerca de la legitimidad concepto sino que también parece dar una respuesta negativa acerca de la posibilidad de investigar las formas de transición, continuidad o reconstrucción del concepto que serían la condición primera de verificar si la posibilidad teórica de una identificación del concepto de arte basada en su forma de desarrollo histórico y al margen de todo presupuesto esencialista es verdaderamente posible.

Esto parece ser así porque la delimitación de lo que podemos llamar la fórmula de cada conglomerado histórico que desde el concepto inclusivo modernista ha formado parte de la denotación del concepto exige que, para hacer dicha delimitación, dispongamos de algo más que la interpretación que podemos hacer de las obras y de la interpretación que podemos hacer de los indicios que nos proporcionan los documentos o las observaciones de sociedades pasadas o extrañas a nosotros, porque esa interpretación requiere tener de una cierta hipótesis sobre lo estamos buscando, y precisamente en este momento buscamos porque se nos ha obligado a descartar toda hipótesis que limite, es decir delimite o defina, el arte de alguna manera. Pero hemos quedado en la situación, no del antropólogo que no tiene dudas en admitir que el lenguaje del pueblo desconocido que está estudiando es efectivamente un lenguaje, sino más bien el de un antropólogo transgaláctico que se comunica por medios absolutamente inconmensurables respecto a lo que llamamos lenguaje y debe enfrentarse en el caso de los terrícolas con algo que, a su vez, mantiene la mayor labilidad en cuanto a usos, medios e incluso funciones, aunque oscura pero discontinuamente va dando lugar a efectos de comunicación que ellos mismos son de distinto nivel y surgen como novedades en la serie aparentemente lábil y amorfa de acciones que no tenemos muchas veces motivos para segmentar ni para deslindar de otras prácticas.

Aunque esa imagen es sin duda una caricatura y las múltiples variaciones que reconocemos en el estatuto de las artes no dificultaron a los historiadores o los teóricos de la primera mitad del siglo XX considerar que no era imposible fundar una suficiente identificación como para incluir sin remordimiento esos múltiples objetos en el museo universal del arte. El efecto Duchamp no había mordido en los filósofos en la medida en que no era más que un caso limítrofe que podía ser interpretado en el contexto del arte en la medida en que, como hecho aislado, solamente produce el impacto estético de la paradoja: sólo es arte porque se lo propone como otro objeto que el que realmente es decir que al proponer como arte algo que no es una obra de arte se consigue un efecto paradojar que tranforma en arte no tanto al objeto cuanto al acto de proponerlo. Pero cuando el acto se repite el efecto caduca y la propuesta se vuelve trivial.

Sin embargo, en el momento de la “tranfiguration of commonplace” esa trivialidad se ha vuelto canónica y ya no es posible ignorar que si queremos hacer esa investigación en la historia no es que no sepamos a ciencia cierta como fueron integrados esos diversos conglomerados en el pasado, sino que tampoco sabemos en qué medida el modo de conglomerar en cada cultura y época determina cómo desde ella se realiza retrospectivamente la interpretación de objetos legados por el pasado. Esto último da lugar a que heredemos no sólo objetos a interpretar sino con ellos un complejo palimpsesto de conceptualizaciones que fueron trasmitiéndose en el discurso letrado, las normas y las instituciones sin que sepamos en qué grado son testimonio fiel de la manera concreta como se distinguían o se fusionaban en cada momento, o se oponían como incompatibles, la calidad de lo llamado bello, de lo estimado por su destreza, de lo interesante por su rareza, de lo libidinalmente atractivo, de lo estético, de lo disfrutable como diversión, de la adoración del ídolo, del asombro ante la exhibición del poder, de la envidia por la suntuosidad, del deleite de la fantasía, del reconocimiento de la propia existencia, de la conmoción afectiva, de la situación ambigua de lo ilusorio, de la situación igualmente ambigua de la ficción.

Pero no estamos obligados a aceptar la lógica pirroniana del escéptico en la cual la contraposición de dos datos sensibles simplemente los anula, lo cual es exactamente la negación de todo movimiento, de toda producción, de todo bucle de “feed-back” en la construcción del conocimiento. Y también es cierto que, a diferencia de lo que ocurre con el antropólogo extragaláctico el antropólogo terrícola participa de una historia común y hoy en día, si tiene cierta edad, fue testigo de la mutación más interesante de toda la historia del arte. Por lo tanto el antropólogo real no está desprovisto de hipótesis o por lo menos de cierto modo de “verstehen”; su dificultad mayor está más bien en que dispone de demasiadas hipótesis entre las cuales elegir. La investigación hecha por un antropólogo terrícola acerca del arte, (aunque un relativista a ultranza discutiría la posibilidad de superar la imposibilidad de traducción de un lenguaje a otro cuando son desconocidos tanto el lenguaje como las entidades mencionadas, aplicando, sin decirlo, el supuesto, manifiestamente falso en la realidad, de que esas ignorancias tienen un carácter absoluto) permitiría, por lo menos teóricamente, llegar a un conocimiento de lo que hemos llamado “concepto práctico” a través de un ingenioso cuestionario o, mejor, de una serie de experiencias programadas para que las reacciones de los miembros de cierta sociedad pudieran comunicar, al margen de los mitos, las leyendas y las normas que la comunidad estudiada ha formulado, cuales son sus modos de integrar, oponer, distinguir o asociar de alguna manera todos los matices de la relación que mantienen con los objetos llamados por nosotros obras de arte.

Es claro que, a los efectos de cumplir con nuestros objetivos, lo interesante sería que pudiéramos interrogar a los integrantes de las sociedades del pasado. Pero que esto sea imposible no comporta una dificultad insuperable: también en este punto se trata de diseñar un campo de investigación que proporcione el testimonio de las experiencias fundadas en las reacciones que tienen los sujetos ante determinados objetos presumiblemente denotados por la noción de arte. Los testimonios a través de varios siglos de la recepción de un arte ajeno, propio de una cultura de la que ningún contacto ni ninguna tradición común ha dado lugar a un modo establecido o canónico de respuesta y provenientes de muy distintos tipos de informantes constituyen el material idóneo y ese es precisamente el campo de investigación que se propone en estas páginas y del cual se adelanta también aquí una primera aproximación.

Aunque casi en ningún caso podemos esperar que los testimonios de la recepción que podemos recoger vayan acompañados de una formulación conceptual explícitam, que comporte algo así como una teoría o una definición del arte, eso no es una limitación sino una ventaja de ese tipo de informes, porque hay buenas razones para suponer que las formulaciones conceptuales en muchos casos no hacen otra cosa que reiterar una fórmula aprendida que tiene su propia línea causal de reproducción y que no dialoga con las respuestas prácticas, afectivas y estimativas que efectivamente suscitan las obras. A partir de esas respuestas prácticas y afectivas es que es posible reconstruir un concepto que hemos llamado ‘concepto práctico’ sin que esta denominación deba ser leída con ninguna connotación que la vincule a un contexto marxista o piagetiano. En su forma absolutamente rigurosa que está lejos de lo realizable el ‘concepto práctico’ se limita a suponer algo así como un conjunto de reglas, no necesariamente consistentes entre ellas, eventualmente regidas a su vez por alguna regla que las subordina y modaliza en relación con ciertos contextos, de las cuales es posible derivar las respuestas estéticas de cierto sujeto o grupo social.

 

II

A continuación voy a intentar utilizar dos textos -que relatan dos experiencias contemporáneas respecto de un mismo conjunto de objetos que integraron el presente de Moctezuma a Carlos V- para ponerlos en diálogo con otros muchos otros de ese mismo siglo y de los siglos siguientes a los efectos de ver de qué manera podemos reconstruir algunas de las propiedades del concepto de arte en el Renacimiento.

Se trata dos textos que han sido muchas veces citados o a los que se ha hecho referencia para ilustrar la recepción que tuvo el arte prehispánico poco después de su descubrimiento: uno de Alberto Durero y el otro de Pedro Mártir de Anglería (Keen, 1971, p.69; Feest, 1985, p. 85; Danto, 1997, p. 109; Kubler, 1991, p.43; Gerbi,1975, p.73n; Brading, 1991, p.31; E. Guzmán, 1958, p.327). Los autores de ambos textos tuvieron la oportunidad de contemplar el tributo que Moctezuma entregó a Hernán Cortés y que éste envió a Carlos V. El primero lo vio en 1520, en oportunidad de su viaje por los países Bajos realizado cuando tenía 50 años y era un artista famoso. El segundo lo pudo ver, cuando estuvo en Valladolid, el mismo año. El primero era un pintor del norte que había superado en Italia sus raíces tardomedievales y se había transformado en un humanista sui generis. El segundo era un humanista italiano ya sexagenario que había sido llamado a la corte española tres décadas antes para enseñar latín a los infantes y más tarde, ya en el reinado de Carlos V fue nombrado consejero de Indias y también Cronista de Indias (se decía en esa época, para mostrar la abismal diferencia de la cultura italiana respecto de la española, que Italia le había dado a España nada menos que a Colón y que, en cambio, España le hizo a Italia el dudoso regalo del papa AlejandroVI).

Lo interesante es que ambos testimonios acerca de esos objetos prehispánicos expresan una admiración que se manifiesta en los comienzos de la conquista de América también en otros testimonios pero que pocas veces se vuelve a expresar con un fervor parecido, por lo menos hasta el siglo XIX, y aún en ese momento solamente en muy contados casos.

Esta coincidencia en un precoz reconocimiento acompañada de tan radical non sequitor, plantea un problema que vale la pena considerar y que desborda sobre una cuestión más general¿ en qué medida se fue configurando y se fue transformando el concepto de arte a lo largo de la modernidad? y una subsiguiente pregunta ¿ en qué medida la recepción del arte prehispánico en la cultura europea - y en las culturas americanas nacidas del trasplante de aquélla-- puede servir como piedra de toque para comprender mejor la construcción del concepto de arte en los últimos cinco siglos?.

Comencemos con el texto de Durero”:1

También he visto las cosas que han traído al rey desde la nueva tierra del oro: un sol de oro macizo grande como de una braza, también una luna de plata maciza del mismo tamaño; además dos habitaciones llenas de arneses, de la gente de allí, así como toda clase de armas, cotas, instrumentos de tiro, escudos maravillosos, vestiduras extrañas, colgaduras de lecho y toda clase de objetos sorprendentes para diversos usos; y todo eso es muy hermoso de ver, más que prodigios. Son tan preciadas que se las valora en 100.000 florines. En toda mi vida no he visto nada que me haya alegrado tanto el corazón como estas cosas. Pues he visto allí obras de arte maravillosas y he quedado admirado por el ingenio sutil de los hombres de países extraños. Y no sabría cómo explicar lo que sentía ante todo aquello... ( 1954, p.123)

La primera cuestión es en qué medida textos como este pueden servirnos como testimonio adecuado de ese concepto práctico que me interesa reconstruir. Parecería que incurrimos en un círculo del que no podemos escapar puesto que según como interpretemos sus términos podremos extraer de él conclusiones diversas y hasta opuestas. ¿ Qué quiere decir Durero por “obras de arte maravillosas”?

Es cierto que podríamos incurrir en el error de atribuirle a ese término el sentido que tuvo en el siglo XVIII cuando se estabiliza el concepto de “bellas artes” y la expresión se impone en todas las lenguas occidentales pero no alcanza reconocer que durante el Renacimiento no se termina de establecer una concepción que agrupe las que nosotros llamamos artes en un sentido restringido o bellas artes para no tomar en cuenta, como lo hace Tatarkiewicz (1976, ed.esp.1995 pp.87-89), que hay un movimiento fuerte en esa dirección, en particular entre los que actualmente llamaríamos artistas, para conseguir el reconocimiento de la dignidad superior de su oficio. De ese movimiento son testimonio los escritos de Leonardo que sostienen que la pintura es una forma de ciencia y también la consideración que la sociedad les dispensa a los artistas, por lo menos a los más afamados, tal como lo muestra que se califique a Miguel Angel con el epíteto de “divino”.

Ese movimiento va acompañado de un cambio también significativo que Baxandall (1988, p. 14) ubica entre el comienzo y el final del siglo XV y que precisa en los siguientes términos: “While precious pigments become less prominent, a demand for pictorial skill becomes more so”.

Lo que podemos afirmar, de todos modos, es que Durero usa la expresión ‘obra de arte’ con un sentido que incluye sin duda las artes menores, o artesanías pero que lo hace en un momento en el cual la dignidad de las artes que él mismo practica está ya ampliamente reconocida de por lo cual esa inclusión adquiere un nuevo sentido. Parecería que la naturaleza de los objetos a los que aplica dicha expresión exige una de dos cosas: o que todavía ‘obra de arte’ pueda incluir enseres, armas o piezas suntuarias, es decir que el término arte se use sin ninguna dignidad especial y en su viejo sentido original, que es lo mismo que decir que por ‘obra de arte’ se entiende algo diferente de lo que entiende en el siglo XVIII y también diferente de lo que entendemos nosotros, o se entiende que ya, como empezó a ocurrir por lo menos con Riegl, ha llegado el momento de reconocer a esas obras la misma dignidad que terminó por adquirir el “arte bello”. Creo que ninguna de las dos cosas describe verosimilmente la actitud de Durero. Más bien parece que es posible sustentar, a la vez y sin que se sienta que ambas cosas se contraponen, una actitud deslumbrada ante las artes menores y por otra parte reconocer un estatuto especial para ciertas artes superiores que le dan al pintor los mismos títulos que al humanista. Esa situación, que podemos llamar fluida, que tiene aquí el concepto ‘arte’ nos puede llevar a que extendamos a toda la época una actitud en la cual la curiosidad, el interés por lo exótico, el entusiasmo por la invención y la originalidad estén tan presentes que deban agregarse a las formas reconocidas en las que sabemos que se impone el arte renacido: como ciencia en la perspectiva, como arte tan digno o superior a las letras, como acceso a lo ideal en una lectura neoplatónica, pero también con disfrute de lo sensible de lo especular de lo suntuoso, de lo novedoso. Y solamente ese estado fluido del concepto que se expresa en reacciones como ésta de Durero parece dar cuenta de esos ingredientes extirpados del discurso letrado. En los textos doctrinarios se busca defender o consolidar ideas tradicionales en agrupamientos relativamente consistentes pero los diarios de Durero justamente escapan a esto y tienden a apreciar de igual forma cosas que nos parecen muy diversas.

En alguna medida Durero es un informante privilegiado porque a la vez que se ha formado en Italia en el cinquecento, no es un erudito ni un filósofo y conserva la naturalidad y el buen sentido del artesano y cierta fidelidad a épocas pasada que no en vano hicieron que se le acusara de hacer “a l’ antico”. No obligado a citar a los autores clásicos ni a fingir erudición expresa su pensamiento con frescura y cierta ingenuidad. Sus aportes a lo que era concebido como una ciencia, la perspectiva geométrica, consisten no en avances teóricos sino en algunas ingeniosas ideas para mejorar sistemas que permiten sustituir las complejas construcciones geométricas por dispositivos mecánicos que confirman la opinión de Waetzoldt ( 1953, p.256) en el sentido de que la teoría de Durero tiene una permanente realimentación en la práctica.

Sin embargo se percibe en los críticos la tendencia a simplificar y unificar un pensamiento que no está organizado de manera sistemática y en el que lo interesante es el modo fluido de reflejar en distintos momentos actitudes y conceptos diversos y no necesariamente compatibles.

Cuando Panofski (1943, p.271) a propósito de Durero sostiene que la perspectiva en el Renacimiento era estimada no solamente como forma de representación fidedigna sino también como belleza regulada y racional, trata de vestir con una concepción neoplatónica el disfrute del arduo sistema geométrico que permite lograr maravillosas ilusiones y lo que hace de este modo es privilegiar la versión de los letrados y atenuar la diversidad de elementos que confluyen en su idea del arte y que un testimonio como el de Durero nos muestra que pueden convivir sin conflicto en la conciencia de muchos hombres del Renacimiento.

Por otra parte Durero, -al que podríamos tener la tentación de entender como un caso peculiar en el que aparecen aliadas formas vestigiales de una actitud medievalizante en la que el oficio, o la artesanía, es entendida como el dominio de una tradición- muestra una conciencia muy clara de la parte de inexplicable creación que comporta el arte.

Dice Durero en un pasaje del libro III de su Tratado de las proporciones:

Es necesario hacer notar aquí que un artista esclarecido y ejercitado puede mostrar mayor maestría y arte en una figura grosera y rústica o incluso en pequeñas cosas que otros en una gran obra. Esta extraña afirmación solamente puede ser comprendida en lo que vale por los artistas que poseen el dominio de su arte. De allí viene que alguien pueda dibujar con la pluma en un día sobre media hoja de papel o tallar con un cuchillo en una pequeña madera algo mejor y más artístico que una gran obra en la cual otro ha pasado un año trabajando con la mayor aplicación. Y este don es milagroso. Pues Dios le da a veces a un hombre una facultad de aprender y concebir que le permite ejecutar una obra tan buena que no es posible encontrar a nadie en su época o incluso que no haya existido nadie desde mucho tiempo antes que él, ni que nadie venga después que él, que pueda producir una igual. (Durero, 1964 p.191)

 

Sin embargo, en lugar de preservar lo que tiene de original este pasaje, el editor de la selección de los textos de Durero que he utilizado, pretende, en una nota, evitar que se otorgue a las palabras del pintor un sentido próximo a al inspiración o al genio romántico y precisa que lo que “para Durero el fin del arte sigue siendo la representación objetiva y científica, es decir impersonal, de la naturaleza bella” (Idem, p.190). Pero en ese pasaje Durero no habla para nada de una reproducción objetiva y científica aunque sin duda cree que el oficio de la representación verídica es indispensable. Pero lo cierto es que en su texto lo que está mencionado expresamente, además del don milagroso que a algunos hombres les permite realizar obras insuperables, no es la precisión científica de la representación sino “lo artístico” y la “ facultad de aprender y concebir” y, en un pasaje posterior, lo que Durero estima es la “bella figura” que consiguen los antiguos de manera superior a los modernos y esa expresión refiere, probablemente, a la belleza conseguida por el arte, no la exactitud de la mimesis ni la belleza de la cosa representada.

Otro ejemplo interesante de esta tendencia a imponer a las palabras del artista un modelo conceptual que viene de la doctrina y de la filosofía, la encontramos en una observación que hace Wölfflin (1920, pag.308) a una muy citada frase de Durero (“Die Schönheit, was das ist, das weiss ich nicht” ), observación en la que descarta toda interpretación que la sicologice de tal manera que pueda entenderse simplemente como la ignorancia de porqué algunas cosas nos parecen bellas y otras no, imponiéndole de este modo una interpretación que obliga a Durero a ser leído en una clave platonizante desde la cual la belleza es entendida como esencia o idea.

Como vemos por los ejemplos anteriores no es fácil escapar a la tentación de reinterpretar las declaraciones de los artistas que reflexionan con cierta independencia del pensamiento letrado o de la doctrina filosófica, para reconstruirlas en la dirección del discurso erudito. En el caso de Durero si queremos acercarnos de la manera adecuada a su testimonio sobre el arte prehispánico tenemos que esforzarnos en preservar la fluidez de su concepto de arte que no ha cristalizado y puede extenderse o contraerse de diversas maneras cuando de lo que se trata es de interesarse y admirar diversas obras o incluso entes naturales Una buena manera de confirmar esto es ubicar la descripción que hace del presente de Moctezuma en el contexto del diario de viaje al que esa descripción pertenece.

La lectura del Diario de Viaje a los Países Bajos de Durero nos ilustra sobre la curiosidad y disfrute del pintor que con toda naturalidad muestra un interés que parece equivalente no sólo por pinturas o grabados sino también por edificios, jardines, joyas u objetos suntuarios o curiosos. La lista incluye, entre otras cosas un espinazo de un pez de una vara de largo que parecía formado por piedras talladas, plumas, objetos de Calcuta, porcelanas chinas, un cuerno de búfalo o un casco de reno.

En esta lista heteróclita sin embargo se destaca el entusiasmo de su encuentro con el arte de las Nuevas Indias. En ningún caso las expresiones son tan enfáticas y admirativas como las que expresa ante el presente de Moctezuma. Aunque ese interés y esa atracción por tantas cosas alejadas del arte, esa especie de sensibilidad estética abierta a las más diversas cosas puede hacernos dudar que los objetos americanos lo hayan impresionado como arte. Y de ser así podría no estar errada una interpretación que quiero discutir con mayor cuidado.

Feest (1984, p.85) se refiere a las anotaciones de Durero sobre el presente de Moctezuma , señalando que sus palabras “have ben consistently but erroneously interpreted as expressing aesthetic judjement when in fact he was being impressed by the sheer value of these things, their sometimes exotic raw materials, and their obvious craftsmanship.”

Sin embargo, esta lectura es inadmisible. Al margen de lo que pueda significar la expresión “obra de arte” para un artista que se ha formado en gran medida en la Italia de cinquecento, lo cierto es que no podemos aceptarla si recordamos textualmente expresiones como: “todo eso es muy hermoso de ver, más que prodigios...”. “En toda mi vida no he visto nada que me haya alegrado tanto el corazón como estas cosas.” “Pues he visto allí obras de arte maravillosas y he quedado admirado por el ingenio sutil de los hombres de países extraños. Y no sabría cómo explicar lo que sentía ante todo aquello...”

Una interpretación como la de Feest solo se explica por algunos supuestos. En particular el de que el arte es algo así como una invención de la modernidad y este supuesto nos enfrenta a una disyuntiva: o Durero es todavía un hombre medieval y por lo tanto no posee un concepto de arte, o que es un renacentista y entonces su concepto de arte no puede aplicarse a esos objetos de artesanía. Por otra parte ese predominio de una cierta idea acerca de lo que es el arte en cada época basada en la opinión letrada y doctrinaria y que ignora las reacciones y conductas antes los objetos mismos causa también el mismo malentendido en Kubler (1991, p.43) y lo lleva a estimar el testimonio de Pedro Martir de Anglería como más receptivo a lo verdaderamente artístico que el de Durero.

Hay que señalar que en el punto significativo en estos desenfoques se expresa una idea que significó una reacción -que en ese momento era conservadora aunque muchas veces se presente como avanzada- contra los efectos del proceso de anexión al campo del arte de producciones cada vez más alejadas del canon dieciochesco que le dio su contenido a la expresión “bellas artes”. Se trata de la idea de que conceptualizar como arte ciertas producciones del pasado supone un desconocimiento de su sentido original.

El proceso de extensión del concepto ‘arte’ tuvo sin duda la virtud de romper la tiranía del modelo clásico y todavía más radicalmente conquistar espacios cada vez más excéntricos hasta no dejar fuera de sus fronteras ni el arte de los niños ni el de los dementes. Fue un proceso que culminó en las primeras dos décadas del siglo XX, cuando el arte arcaico y el arte primitivo o tribal, -como aconsejan que lo denominemos ciertos formulismos levemente ridículos que se han puesto de moda- fue considerado no solamente valioso como arte sino además erigido en ejemplo de algunas corrientes de la vanguardia. Era el fin de una historia que tiene algunos de sus hitos ya en el siglo XIX en algunos viajeros como Stephens el primero quizá en deslumbrarse con el arte maya que describe y comenta con sensibilidad e inteligencia (Stephens, 1841 y 1843), o en etnólogos como Tylor, que es el primer antropólogo profesional en interesarse estéticamente en el arte maya ( Tylor, 1861) y cuyo capítulo sobre el arte de su libro de divulgación (Tylor, 1881) vale la pena leer todavía.

Lo cierto es que tempranamente muchos se preguntaron si no se desnaturalizaba el arte africano cuando se lo consideraba desde el punto de vista de su pura forma y Carl Einstein, probablemente el primero en publicar un estudio sobre ese arte, tanto tuvo en cuenta esa posible objeción que invirtió el problema y fundó el valor estético de esas esculturas en una interpretación que explica sus formas en tanto determinadas por su significado religioso y por la actitud también religiosa que ante ella adopta su productor (Einstein, 1915). Esta postura se explica en la medida en que Einstein se había formado en el clima creado por la corriente de historia y teoría del arte que abrió el camino para la recepción de las grandes novedades que introdujo la vanguardia. Me refiero a la corriente teórica que se había desarrollado en Alemania con el nombre Kunstwissenschaft y que tiene como antecedentes, entre otros, los trabajos acerca de la historia del arte de Riegl y las investigaciones sobre la forma del escultor Hildebrandt, al que Einstein cita en el trabajo mencionado.

Poco después de la segunda guerra mundial se publicó un extenso ensayo, en su momento muy influyente, de André Malraux que es una especie de filosofía de la historia del arte en permanente diálogo con la situación del arte a mitad del siglo XX. Sus primera líneas dicen: “Un crucifix roman n’était pas d’abord une sculpture, la Madone de Cimabue n’était pas d’abord un tableau, même la Pallas Athénée de Phidias n’était pas d’abord une statue.” (Malraux, 1951, p. 11).

Varias décadas después esta idea de Malraux, que era original solamente en cuanto al énfasis que adquiere a lo largo de todo su ensayo, tuvo un desarrollo unilateral y extremado en una obra de Hans Belting (1990)cuyo subtítulo la presenta como una historia de la imagen antes de la era del arte. La tesis de Belting es que a partir del Renacimiento el concepto de arte le impone a la imagen un uso del que carece previamente. No es del caso discutir ahora la investigación histórica que se propone justificar esa tesis, lo que me importa es solamente señalar en ella algunas debilidades esenciales que tienen que ver directamente con lo que se considera en este trabajo.

La debilidad primera hace a que el carácter que podemos llamar ‘presencial’ de la imagen, -es decir que una es percibida como un modo de estar presente lo representado- es algo que no se da solamente en el uso religioso de la misma. La practica de la adoración de la imagen no es la reveladora de un modo especial de utilizarla y no excluye la consideración estética de la misma ya que vale para toda imagen y es simplemente la condición de todos sus usos prácticos: religiosos, informativos, identificatorios, publicitarios o lo que fuese. Precisamente contra la interpretación de la imagen como una forma de denotar, tesis que en su momento sostuvo Goodman, parece conveniente atender a la realidad sicológica del reconocimiento de la imagen como la percepción de algo bajo la forma de imagen (Fló, 1989, pp 37-69).

Esta observación conlleva que es obvio que toda vez que la imagen tiene socialmente otorgado un uso, una función que apunta más allá de su disfrute, evaluación o consideración intrínseca está en juego su naturaleza presencial pero no queda excluida su consideración estética. Malraux agregaba que “Aux yeux du peintre seul, la peinture était peinture...” (Malraux, 1951, p. 12) y eso ya introduce una dimensión artística que eventualmente el resto de la sociedad ignora.

Pero, en segundo lugar, es discutible que el uso de la imagen que monopoliza los registros documentales de su recepción -como no puede ser de otra manera cuando el arte está subordinado a una institución que lo utiliza según sus necesidades- sea la única realidad efectiva de esa recepción. Belting declara respecto de las imágenes la “conviction that they reveal their meaning best by their use” (1990, cito por 1993 p. XXII). Pero precisamente el uso que no ha sido investigado, y que no es fácil investigar en el arte medieval, es precisamente la recepción que se revela no en los escritos de los teólogos o en los documentos que hacen a directamente al uso institucional de las imágenes. Solamente un examen minucioso de todas las fuentes escritas hecho con la suficiente perspicacia para reconocer los síntomas significativos podría permitirnos acceder a cierto “concepto práctico” del arte para determinar en qué medida las imágenes quedan incluidas, -y con qué compañía- en la denotación del mismo.

Por otra parte hay en la obra de Belting una tesis que se formula en el mencionado subtítulo: el concepto de arte es un concepto que tiene una vida perfectamente acotada y es posible indicar el momento de su nacimiento. No es una hipótesis descabellada la de que esa hipótesis transporta y le da el giro correspondiente a una tesis que se fue desarrollando de consuno con las radicales transformaciones de las artes visuales contemporáneas a partir de los años sesenta cuando se impone la hegemonía de los E.E.U.U. también en cuanto a centro del poder económico, crítico, académico y museístico en todo lo que atañe al arte. Me refiero a la idea de que ha ocurrido una mutación en el arte de tal magnitud que es posible hablar de un fin del arte. Efectivamente muy poco antes de que Belting publicara su libro, Danto, que un par de décadas antes había señalado el efecto que sobre la filosofía del arte comportaba la irrupción del arte ‘pop’, arriesgó denominar esa gran mutación como “el fin del arte”(Danto, 1986, pp. 82-115)

Me he detenido en estas consideraciones acerca de las lecturas inadecuadas del texto de Durero porque ellas revelan algunos supuestos que son meros prejuicios o modas de época manejados con liviandad y que en casos como el de Belting enmarcan una investigación muy valiosa, que, por lo tanto, puede ser considerada por el vulgo académico como si aportara pruebas documentales a la tesis sobreimpuesta que exhibe desde el subtítulo. Pero además me importa considerarla porque sigue exactamente el camino opuesto al que creo adecuado: reconocida la dificultad contemporánea para reconstruir un concepto universal del arte no es difícil partir de esa dificultad para enfatizar rupturas, metamorfosis y heterogeneidades. El desafío es verificar si en esa historia de “faits accomplis” a los que no debemos imponerle una falsa coherencia no es posible también rastrear ciertas construcciones orientadas que permiten identificar el conjunto.

Por otra parte el conjunto de las objeciones que he realizado a las lecturas que se han hecho de Durero y a los supuestos que las sustentan, apuntan a confirmar que para entender el modo cono se configura el concepto de arte es indispensable reconstruir lo que he llamado el concepto práctico con el que operan los sujetos en una cierta cultura y que para realizar esa reconstrucción es peligroso guiarnos por las formulaciones que nos ofrece el discurso letrado.

Veamos ahora el otro famoso testimonio -contemporáneo del que nos proporciona Durero- es el de Pedro Mártir de Anglería que se refiere también al presente de Moctezuma, aunque, curiosamente, describe algunos objetos de modo muy diferente: el sol de oro y la luna de plata, según Pedro Mártir son “dos muelas como de mano”, una de ellas en cuyo centro hay “un rey sentado en su trono, imagen de un codo, vestida hasta la rodilla, semejante a un zeme, con la cara con que entre nosostros se pintan los espectros nocturnos, en campo de rama, flores y follaje. La misma cara tiene la de plata”. Pero en lo que coincide plenamente es el aprecio y la admiración que le producen esos objetos:

Llevan tiaras y mitras con varias joyas, engastadas y llenas de piedras azuladas que parecen zafiros. De sus casquetes, ceñidores y abanicos de plumas, no sé qué decir. Entre todas las alabanzas que en estas artes ha merecido el ingenio humano, merecerán éstos llevarse la palma. No admiro el oro y las piedras preciosas, lo que me pasma es la industria y el arte con que la obra aventaja a la materia; he visto mil figuras y mil caras que no puedo describir; me parece que no he visto jamás cosa alguna que por su hermosura, pueda atraer tanto las miradas de los hombres.

Las plumas de las aves que nosotros no conocemos son brillantísimas: como a ellos les causarían admiración las colas de los pavos reales y de los faisanes, así a nosotros las plumas con que haces los abanicos y los penachos y adornan todas sus cosas elegantes. Hemos estado viendo los colores naturales que las plumas tienen: azules, verdes, amarillos, encarnados, blancos, y también morenos: todos aquellos instrumentos los hacen de oro. (de Anglería, 1530, cit. ed.1944, p.339- 340)

El tono de Anglería es de igual entusiasmo que el de Durero, y nuevamente lo recuerdo, no tienen ambos igual en ningún otro testimonio de ese siglo ni dos siglos siguientes. Hay otras descripciones de época que aprecian y admiran el presente de Moctezuma, pero la de Bernal Díaz, (1632, cito por ed. de 1947, pp. 33-34 ) se limita considerarlo como “gran obra de mirar” y a elogiar “ánades de oro de muy prima labor y muy al natural”. La única que muestra un cierto entusiasmo es la de Herrera que reitera -y quizá toma prestada- una apreciación de Pedro Mártir aunque no podemos saber a ciencia cierta si pudo ver el tributo. Dice Herrera (1601-1615, cito por la edición de 1991 T. I. p. 798-799): “Quedaron todos los que las vieron suspensos y admirados de tan gran riqueza, y juzgóse que valdría el oro y plata que allí había veinticinco mil castellanos; pero la hechura y hermosura de las cosas mucho más valdría de otro tanto”.

En los comentarios de Pedro Mártir lo que ha llamado justamente la atención es precisamente lo que retoma Herrera. Me refiero al hecho de estimar más “la industria y el arte” que “la materia”, porque esa actitud invierte la actitud práctica de los conquistadores y los colonizadores que despreciaron o persiguieron los “ídolos” y fundieron el oro. Pero lo que nos interesa desde el punto de vista de nuestro tema es que en el texto de Pedro Mártir encontramos un indicio que creo significativo. Cuando habla no solamente de ‘hermosura’ (que es un calificativo que no nos dice nada acerca de si piensa esas obras como parte del arte o como simples artesanías atractivas y novedosas) sino que distingue entre industria y arte, esa distinción muestra dos cosas importantes, una conocida y la otra que estamos tratando de elucidar. La primera es que ya el arte se ha deslindado claramente de las artesanías o los oficios, al margen de que no se haya establecido todavía una formulación diferenciadora como la que adoptará el siglo XVIII con la expresión “bellas artes”. La segunda, que esos productos de las Indias que admira Pedro Mártir no son admirados como parte de las artesanías sino como parte del arte porque lo que lo deslumbra no es el oficio o la industria sino una virtud especial que llama ‘arte’ y que Herrera sustituye por “hermosura”, término genérico que no solamente puede ser aplicado a los productos de la industria, de la artesanía, del oficio sino que es parte de lo que, en lo que atañe a objetos suntuosos y ornamentales, el buen oficio, la buena industria, debe conseguir.

Hay otros pasajes en la obra de Pedro Mártir que son también muy significativos. Varios de ellos se refieren a la destreza en la representación ( Idem, pp. 394, 463, 585) que, aunque refieren a un tema que por su importancia debe ser considerado con otro cuidado, y por lo tanto no cabe dentro de los propósitos de estas páginas, los anoto porque muestran una receptividad al singular tratamiento estilístico de la representación que, si bien podría explicarse en la recepción de los conquistadores y colonizadores españoles, todavía modelados por tradiciones que podemos llamar medievales, tiene un significado que hay que desentrañar cuando la encontramos en un humanista italiano del cinquecento.

Pero hay otro texto, en cambio, que nos interesa de manera especial porque nos proporciona un testimonio único que puede ser cotejado con los testimonios de la recepción posterior con resultados significativos. Dice de Anglería:

Teniendo yo en mi casa a este Ribera (un marinero venido de Indias) el reverendo protonotario Caracciolo, legado de vuestra Beatitud, con el embajador de Venecia, Contarino, y el joven Tomás Maino, viceduque de Milán, nieto del gran Jasón Maino, vinieron a mi casa por el anhelo de oír y ver cosas nuevas. Les causó admiración, no la abundancia de oro ni el que sea tan puro desde su origen...Principalmente admiraron el número y la forma de los vasos llenos de oro que los traían diferentes de las diversas naciones que los enviaban cual tributo... ( Idem, p.462)

Este texto es notable por varias razones pero también es notable que nunca se haya visto en él lo que tiene de significativo. Por lo pronto tiene la peculiaridad de presentar una situación que parece imaginada adrede para trasmitir cierta idea de manera visualizable y didáctica. Lo que en el primer texto citado de Anglería era una distinción conceptual entre arte y materia aquí aparece separado en la propia realidad. Arte y materia, en tanto valores a comparar se hallan separados bajo la forma de dos materias una que es el continente de materia vil y la otra el contenido de un material precioso. Y la materia vil del continente que llegó a España como simple envase para transportar monedas de oro, es justamente lo que impresiona a un pequeño grupo de italianos letrados y no, en cambio, el valor de tesoro. Pero lo que los impresiona no es la artesanía porque mal podía ella rivalizar en tanto industria con la cerámica, que en Europa tenía una larga historia de un oficio refinadísimo y de muy variados recursos técnicos acumulados con el aporte de diversas culturas. Les admira la forma y la variedad de los vasos, es decir la riqueza y la originalidad de la de invención.

Es extraordinariamente significativo que no haya prácticamente otros testimonios que documenten una estima especial por las cerámicas en ninguna de las fuentes del siglo XVI Y que sea necesario esperar hasta el siglo XVIII para encontrar algunos comentarios que las miren con algún interés por su valor estético. Esa ignorancia de la cerámica durante la mayor parte del período colonial es un tema que no corresponde estudiar en este trabajo pero es oportuno recordar que, en contraste con ese desprecio, las fuentes criollas o europeas coinciden durante tres siglos en declarar su admiración por los objetos confeccionados con plumas, muchos de ellos con el carácter de mosaicos hechos de pluma coloridas con representaciones que, durante la colonia perduran mucho tiempo como trabajo propios de los indios con figuras religiosas propias de la nueva fe que se les impuso.

De todas formas, para documentar de un modo adecuado el contraste entre la actitud de Pedro Mártir de Anglería y la actitud dominante, voy a proporcionar algunas informaciones sumarias acerca de la recepción de la cerámica.

En lo que atañe a los cronistas y a los primeros historiadores de Indias el silencio sobre la cerámica sólo se rompe con ocasionales comentarios acerca de su calidad técnica como ocurre con Díaz del Castillo que habla de una “muy buena loza de barro colorado e prieto e blanco” ( Díaz del Castillo, 1631, cito por ed. de 1943, p. 77) o de Cieza de León que habla de manera sumaria acerca de la habilidad de los indios en la fabricación de argentería de vajilla y de textiles y menciona también las obras hechas en barro (1553 cito por la edición de 1984, p 136). Es notable que Sahagún no mencione casi nunca a los ceramistas y mucho menos que describa o estime de alguna manera los vasos que producen y aunque dedica cierta atención a distintos oficios apenas si encontramos alguna referencia a los “olleros” (cap. XII, y cap. XXIII libro X). La única clara excepción que conozco es la de Fray Bartolomé de las Casas que en su Apologética Historia dice que “Los vasos, cántaros y tinajas y otras piezas de diversas formas y figuras, eran mirables (admirables) y sin número” (Las Casas, 1909, cito por la edición de 1958,T. I, p. 193). Es de estimar en ese marco la otra excepción que representa el parco testimonio de Staden, que no tuvo por cierto oportunidad de conocer las extraordinarias cerámicas mochicas o mayas, sino apenas la de los que él llama “salvajes desnudos, feroces y caníbales”, y que se limita a decir simplemente que los naturales “saben bien pintar sus vasijas” (Staden, 1557, cito por la edición de 1962, pag. 254).

En el siglo XVIII encontramos algunos testimonios aunque ni muchos ni entusiásticos. Pueden ponerse como ejemplo los testimonios de Coreal que se refiere aparentemente sólo a la calidad técnica cuando describe la cerámica de algunos nativos y Ulloa, se interesa por los vasos retratos de estilo mochica o chimú. A fines de ese siglo, parece surgir una percepción diferente que se manifiesta en el interés que demuestran por la cerámica peruana prehispánica los religiosos Sobreviela y Barceló de 1791 a 1799 en un viaje que hicieron en 1791-94. En su libro aparecen algunas de las primeras descripciones minuciosas de seis cerámicas que ellos llaman antropomórficas, ( 1806, T. II, p. 191-199) a las cuales consideran “artísticamente trabajadas” y de las cuales elogian la exactitud con la cual representan las figuras humanas.

Pero en el siglo XIX los testimonios abundan y unos pocos viajeros o proto-arqueólogos retornan al entusiasmo de Pedro Mártir. A título de ejemplo voy a mencionar sólo algunas de las muchas fuentes disponibles y referirme brevemente a la naturaleza de sus testimonios. D’Orbigny, en el relato de su viaje vuelve a la consideración estética al calificar como “vasos hermosos” los de los incas y los guarayos. (1844, cito por la ed. de 1958, p. 121), Aparece la figura del coleccionismo y los viajeros extranjeros visitan a los coleccionistas criollos según queda consignado por el propio D’Orbigny y por Grandidier (1861, p. 78) así como por elogio que hace Castelnau, (1850, p. 378) de la colección de Museo de la Paz.

Por otra parte es cierto que muchos viajeros repiten un adjetivo que opera como una forma de suspención del juicio estético, como la parálisis del juicio de gusto combatido entre la atracción y la resistencia que impone el respeto a la norma. Me refiero al términos “curious” o “curioso” que aparecen con gran frecuencia ante las cerámicas y también ante diversas obras prehispánicas (Temple, Haenke, Steward, son algunos de los muchos ejemplos mencionables).

Pero se pueden indicar varios casos en los cuales se explicita libremente la admiración ante las cerámicas prehispánicas y en los cuales no hay duda de que se las piensa como incorporadas al campo de las obras de arte. Así Markham ( 1856, p.108) habla en general de vasos de todos los materiales como “remarkable for their ingenious shapes and many of them for the graceful elegance of their form”. También Middendorf, reconoce que “se han encontrado junto a representaciones grotescas formas de gran belleza que revelan un depurado sentido artístico (1893-95 cito por la edición en español, 1973,T. I, p. 276)

Pero hay pocos que puedan equipararse al fresco entusiasmo ante la contemplación de ese nuevo arte que mostraron Durero y Pedro Mártir de Anglería. Entre ellos Neltray que ya adelantado el siglo puede decir de algunas cerámicas peruanas que ha descrito: “ces vases qui sont encore en ma posession, sont extrêmement remarquables, ce sont de veritables objets d’art, et je les classe parmi les pièces le splus précieuses de ma collection” (1886, p. 127)

Por su parte, ante una cerámica maya, Désiré Charnay tendrá una experiencia que nos comunica en los siguientes términos:

C’est une coupe de terre cuite à trois pieds, de 0m.18 de largeur sur 0m.08 de hauteur et Om.05 de creux: par miracle elle sort sans une tache de sa demeure souterraine¸elle est couverte intérieurement et extérieurement de jolis dessins peints en couleurs des plus vives. Le blanc, le jaune, le bleu, le vert, le rouge, s’y combinent en un ensemble violent et harmonieux.
Ces couleurs ressemblent à des émaux et sont en relief.
C´etait un chef-d’oeuvre et je tremblais littéralment d’émotion en recueillant cette pièce mervelleilleuse
. (1885, pag. 140).

Podríamos pensar que más de tres siglos y medio después de Durero y Pedro Mártir de Anglería se había recuperado una misma sensibilidad, y que tendríamos algún derecho a suponer que tal cosa testimonia la reaparición de un concepto de arte que había sufrido un transitorio ocaso. No creo que las cosas sean tan simples. Creo en cambio que solamente un recorrido muy cuidadoso por los testimonios de la recepción del arte prehispánico durante esos cuatro siglos nos pueden permitir entender mejor esta similitud de la recepción del Renacimiento con la de los albores del siglo XX y comprobar en qué medida es verdadera o aparente.

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