El segundo liberalismo de Dworkin

Gustavo Pereira

El primer liberalismo de Dworkin tiene por epicentro un artículo publicado por primera vez en 1978 y que lleva por título Liberalism.1 En este artículo, se pregunta por aquello que es lo propio de esta corriente de pensamiento, y tal pregunta se encuentra enmarcada en una disputa con las posiciones conservadoras que argumentan en favor de la aparente indeterminación conceptual que tiene el liberalismo. Esta dificultad es zanjada mediante la propuesta de una concepción de la igualdad como lo determinante de tal corriente de pensamiento.2

La concepción de la igualdad que es constituyente del liberalismo se encuentra determinada por el principio que sostiene que el gobierno trate a todos como iguales, es decir, con el mismo derecho a igual consideración y respeto. El principio de tratar a todos como iguales tiene, en opinión de Dworkin, al menos dos formas básicas de ser interpretado. La primera de ellas es a través de la neutralidad del gobierno acerca de las concepciones del bien de los ciudadanos. La segunda forma exige que el gobierno no sea neutral, que asuma una concepción del bien porque no puede tratar a sus ciudadanos como seres humanos iguales sin una teoría de lo que debieran ser.

De acuerdo a la primera interpretación del principio de igualdad, se establece la independencia de las decisiones políticas de las diferentes concepciones del bien. Esto es así porque los ciudadanos de una sociedad difieren en sus concepciones de qué es una buena vida y el gobierno no los trataría como iguales si prefiriese alguna de ellas. La segunda interpretación sostiene que el contenido del tratamiento igualitario no puede ser independiente de una teoría sobre lo que es una buena vida, porque tratar a una persona como igual significa tratarla como a una persona que lleva adelante una buena vida, por lo que un buen gobierno deberá reconocer y fomentar la buena vida.

El liberalismo adopta la primera de estas interpretaciones del principio de igualdad, es decir, aquella que sostiene que el gobierno debe ser neutral frente a los temas que son propios de la moral privada.

Sin embargo, en sus conferencias Tanner,3 Dworkin presenta una concepción del liberalismo sustancialmente diferente. Las razones para la modificación de su primera propuesta deben buscarse en el conjunto de críticas de que fueron objeto las posiciones liberales por parte del movimiento comunitarista, especialmente la subordinación de lo bueno a lo justo. Esto último ha llevado a que el liberalismo no tome ninguna posición acerca de lo que es una buena vida, hecho que a su vez determina la neutralidad ante las concepciones del bien. Esta prioridad cuestionada de lo justo sobre lo bueno, si bien asegura la tolerancia, tiene serias dificultades para explicar la necesaria identificación entre comunidad y ciudadanos, que permita motivar a la participación y a colaborar en el ámbito público. La primera reacción de Dworkin a estas cuestiones se encuentra fundamentalmente en El imperio de la justicia y en La comunidad liberal. En dichos trabajos la fuerte introducción del concepto de integridad posibilita la fundamentación de un comunitarismo político que genere la identificación entre ciudadano y comunidad para superar las limitaciones de la propuesta. El paso siguiente en este movimiento de revisión se encuentra en sus Conferencias Tanner, donde propone un liberalismo radicalmente diferente al que se ha presentado hasta ahora.

La radicalidad de los nuevos fundamentos presentados por Dworkin está en la postulación de una concepción de buena vida liberal. Esto tiene la intención de poder salvar las críticas que le imputan al liberalismo no tener fuerza motivacional para que los individuos actúen de acuerdo a los principios sancionados casi siempre contrafácticamente. Es posible, entonces, definir el núcleo de esta variación conceptual en base a la presentación de una concepción de buena vida; en ese sentido Dworkin presenta su objetivo: “Sólo quiero mostrar de qué forma el liberalismo, como filosofía política, está relacionado con otra parte de nuestro mundo intelectual, con nuestras ideas acerca de lo que constituye una buena vida.”4

Los filósofos liberales, y el propio Dworkin en su primer liberalismo, buscan motivos que se sitúan más allá del interés propio para poner entre paréntesis sus propias convicciones sobre la vida buena y así actuar en el ámbito político de acuerdo a principios diferentes que los que se siguen en el ámbito privado. La nueva propuesta de Dworkin pretende vincular ética y política a partir de una concepción de buena vida que establezca la continuidad entre esta última y la moralidad política liberal.

1. Dos estrategias de fundamentación

De acuerdo con Dworkin, los liberales distinguen entre la perspectiva personal y la política, distinción que tiene su contrapartida en la discriminación entre ética y filosofía política. La ética hace a los ideales personales, a lo que se considera valioso para llevar adelante en la vida, es decir, aquello que cada individuo considera como su buena vida. Por su parte, la filosofía política es la conciencia de la perspectiva política de un individuo, “una teoría política de la justicia describe los ideales y los principios que deberíamos aceptar como bases de la acción colectiva.”5 El liberalismo es una teoría política, pero de acuerdo con Dworkin, la ética debe ser parte de la fundamentación del liberalismo. La perspectiva política liberal debe ser coherente con cómo la gente debería actuar en sus vidas privadas; el liberalismo sería más convincente si fuera entendido como derivado de nuestras convicciones éticas.

Las dos perspectivas que sustenta el liberalismo, la ética y la política, son insostenibles al interior de un individuo, ya que habilitan a que a escala personal nos guiemos en forma parcial y de acuerdo a nuestros criterios personales, mientras que en el ámbito político exige que desterremos esa perspectiva para asumir una perspectiva de imparcialidad que asegure el considerar a todos como iguales. Dworkin critica esta posición y aquí se ve claramente su sensibilidad a las críticas comunitaristas, ya que incluso asume la terminología con la que algunos autores de esta corriente se han referido a esta característica.

El liberalismo, pues, parece una política de la esquizofrenia ética y moral; parece pedirnos que nos convirtamos, en y para la política, en personas incapaces de reconocernos como propias, en criaturas políticas especiales enteramente diferentes de las personas ordinarias que deciden por sí mismas, en sus vidas cotidianas, qué quieren ser, qué hay que alabar y a quién hay que querer.6

Esta reconsideración de las características del liberalismo lo conduce a un intento de defensa del mismo sobre bases completamente diferentes a las que hiciera anteriormente. Sostiene que desde la posición que sustenta la discontinuidad entre las perspectivas personal y política, la defensa del liberalismo se vuelve imposible, por lo tanto la única defensa posible es la reconciliación de las dos perspectivas, para lo que buscará los fundamentos del liberalismo en una idea de vida buena.

La discontinuidad como estrategia de fundamentación7 se caracteriza por establecer la compatibilidad entre la perspectiva personal y la política, asegurando esta última la adhesión de las distintas concepciones del bien. Esto se da a través de un mecanismo de razonamiento político que presenta una construcción social de corte artificial, que tiene el propósito de proporcionar una visión que puede ser aceptada por gentes con diferentes perspectivas personales e incluso conflictivas. La estrategia de la discontinuidad pretende mostrar, por un lado, que una perspectiva política artificial como puede ser el contrato es consecuente con una perspectiva personal comprometida, y por otro, que también es derivable de esta última ya que cualquier persona tendría razones basadas en sus creencias para suscribir ese punto de vista político artificial.

Esta estrategia de fundamentación tiene como mayor virtud la posibilidad de reconciliar, bajo una teoría de justicia generada desde un punto de vista artificial, a las distintas perspectivas personales, ya que todos los supuestos participantes acordarían aceptar esa teoría de justicia.

La otra estrategia de fundamentación es la de continuidad y presenta como fundamento del liberalismo a

(…) una ética liberal -intuiciones y convicciones acerca del carácter y los fines de la vida humana que parezcan particularmente congeniales con los principios políticos liberales-, para, a continuación, mostrar que esas intuiciones y convicciones constituyen ya la parte central de la manera en que la mayoría de nosotros se representa lo que es vivir bien, vivir mejor de lo que vivimos.8

El problema inmediato que surge con esta posición es que la neutralidad del liberalismo ante las distintas concepciones del bien y la tolerancia que de ahí deriva quedarían en entredicho al proponerse una concepción del bien liberal. La condición que Dworkin le impone a la ética liberal para superar esta dificultad es que sea abstracta, para de esa manera conservar la tolerancia y la neutralidad como características propias del liberalismo. Por otra parte, a pesar de su abstracción, también tiene que ser lo suficientemente detallada para poder ser distintivamente liberal, de tal forma que quien adopte esta postura ética tienda a adoptar una perspectiva política liberal. Abstracción y capacidad discriminante se presentan como los requisitos a cumplir por la ética liberal.

La diferencia entre las dos perspectivas se encuentra en cómo consideran las convicciones éticas. Para la estrategia de la discontinuidad, la gente debe poner entre paréntesis estas convicciones en las ocasiones políticas. Por su parte, la estrategia de la continuidad supone que todas las convicciones éticas están disponibles en las ocasiones políticas, por lo tanto la política liberal surge cuando entran en juego plenamente este tipo de convicciones. “Desde este punto de vista, la ética y la política están interrelacionadas de tal forma que algunas de las cuestiones de mayor alcance acerca del carácter de la buena vida son también cuestiones políticas.”9

Esta última es la posición que desarrolla Dworkin. Pretende, como se ha indicado, fundar el liberalismo en una idea de la buena vida, y establecer una relación de continuidad entre la ética y la política. La buena vida liberal en su intento de solucionar algunas dificultades trae aparejadas otras que empantanan una posibilidad de solución que es inherente a la propia problemática de Dworkin. A continuación realizaré una evaluación de los dos liberalismos, para ello prescindiré de dar cuenta de la buena vida liberal concentrándome exclusivamente en sus limitaciones y virtudes.

2. La evaluación de los dos liberalismos

En primer lugar, y como ya se ha indicado, las críticas realizadas a las teorías de justicia liberales por parte de los filósofos comunitaristas han tenido gran influencia y han llevado a que se modifiquen posiciones. El intento de Dworkin de dar respuesta a esas críticas se encuentra de forma definitiva en su segundo liberalismo, por lo que el primer liberalismo debe afrontar el problema de la escisión entre la perspectiva personal y la política. El problema que surge de esa diferenciación de perspectivas es que los sujetos a nivel personal se comportan de una manera que entra en conflicto con lo que es requerido por la perspectiva política, de tal manera que principios que se cumplen a nivel político como igualdad, neutralidad y tolerancia no son seguidos a nivel personal, generándose lo que ha sido denominado como comportamiento esquizofrénico a nivel de los sujetos. Esto tiene otro aspecto relevante, que es la imposibilidad de que los principios políticos generen obligación para actuar. Esta dificultad queda manifiesta en que si es el conjunto de convicciones con el que estructuramos nuestra vida lo que determina nuestra acción, entonces al estar separadas las esferas de lo político y personal, no es posible que los principios políticos nos muevan a actuar de acuerdo a ellos, sino que lo haremos de acuerdo a lo que nuestra perspectiva personal indica, es decir, de acuerdo a nuestra concepción del bien.

La solución a este problema se presenta en el primer liberalismo a través de la integridad y la personificación de la comunidad; éste es el mecanismo utilizado por Dworkin para solucionar la discontinuidad entre las dos perspectivas. Bajo esta posición la discontinuidad se mantiene, pero la personificación de la comunidad posibilita considerar al Estado como un agente moral, y en tanto tal puede exigírsele un comportamiento coherente, regido por la integridad. Esto es lo que hace que el Estado o la comunidad puedan ser evaluados por otros y por el propio sujeto, de tal forma que una conducta cuente como inmoral a nivel de un puesto público cuando beneficia a familiares o amigos, a pesar de que esa conducta no lo sería fuera del ámbito público.

Los ciudadanos reconocen diferentes ámbitos regidos por diferentes principios o reglas, y en ese reconocimiento existe un concepto unificador: la integridad. La integridad otorga coherencia a todo comportamiento, sea éste público o privado; la integridad dice cómo se debe actuar a nivel de un cargo público, y cómo se debe actuar en la vida privada. Este concepto unificador es lo que permitiría superar el comportamiento esquizofrénico, ya que un individuo regido por la integridad no sería un individuo escindido, sino alguien unificado a través de la coherencia que se diversificaría en diferentes integridades cuando las circunstancias lo requirieran. Por eso sería perfectamente posible que alguien a nivel privado fuera parcial con sus amigos y familiares porque sería coherente con convicciones que así lo dicen, y a nivel público se rigiera por la imparcialidad y la equidad porque en esta órbita existen convicciones que así lo requieren; para un sujeto íntegro no hay posibilidad de actuar por otras convicciones que no sean las propias de ese ámbito. Cuando alguien actúa incorrectamente, lo que está haciendo es romper con la integridad que le da orden y coherencia a su vida tanto pública como privada.

Lo que existe en estos ámbitos es un comportamiento coherente con un conjunto de creencias que determinan la práctica; tanto la amistad como el ser funcionario público son prácticas con creencias constitutivas que demandan integridad y esa integridad determina la corrección. Por supuesto que en el caso de prácticas tales como la de gobernar o administrar justicia, las creencias constitutivas son diferentes a las prácticas de la paternidad o la amistad, por lo tanto la integridad demandará cosas diferentes. También la diferencia se asienta en que, en las prácticas de gobernar o administrar justicia, los sujetos no son individuales sino que son colectivos, por lo que es más difícil de percibir la necesidad de coherencia, por lo tanto es el procedimiento de personificación de la comunidad lo que posibilita acceder a percibir tales comunidades como agentes morales, pasibles de corrección moral. En consecuencia, en tanto que los valores determinantes de la comunidad son percibidos como propios por los ciudadanos en el ámbito público, generan la integración de las perspectivas personal y política. Esto es lo que hace que un ciudadano integrado se sienta frustrado cuando su comunidad no es una comunidad justa o considera que su vida habría sido mejor si hubiera vivido en una comunidad más justa.

Esta perspectiva se encuentra en el primer liberalismo, o al menos en las obras de ese primer período. Pero el intento de Dworkin fue más allá de esto y en su segundo liberalismo pretende establecer los fundamentos de esta corriente de pensamiento en una concepción de la buena vida. A partir de una ética liberal se establecen los principios políticos del liberalismo, y lo hace en continuidad con tal ética, hecho que permite solucionar definitivamente las limitaciones que tiene el liberalismo en sus fundamentaciones discontinuas.

A su vez, el segundo liberalismo de Dworkin, en su intento por superar algunos problemas, cae en otros que son tal vez mayores. La propuesta tiene dos importantes centros de gravitación. El primero de ellos es la estrategia de la continuidad entre la ética y la política para fundamentar principios políticos, y para ello se basa en el otro aspecto que es el más controvertible: una idea abstracta de ética.

Al sustentar la continuidad de la ética con la política, Dworkin está abandonando la integridad como un valor que puede dar unidad a nivel del sujeto a las perspectivas personal y política. Hay que dejar en claro que la idea de continuidad es el producto final del proceso de respuesta a las críticas comunitaristas que comienza con El imperio de la justicia, y en este producto final la continuidad es emparentable con la integridad pero solamente en tanto esta última sea entendida como antecedente conceptual, ya que la continuidad tiene un peso tal que prescinde de la integridad, que se vuelve superflua y sobre todo de dudosa efectividad.

Los conceptos de moralidad y eticidad son manejados por Dworkin en consonancia con lo que es entendido por la tradición que toma como referente a Hegel.10 En consecuencia, el primero se encuentra caracterizado por proponer normas de alcance universal, mientras que el segundo se presenta determinado por valores, creencias, etc., de una comunidad particular. Su intención es establecer una vinculación entre ética y moral a partir de una concepción definida de la naturaleza y el carácter de la buena vida, de tal forma que la moralidad política liberal esté en una relación de continuidad con cierta concepción de la buena vida. Por lo tanto, la fundamentación de principios políticos parte de una concepción liberal de la vida buena para llegar a principios de alcance general, y de esta forma las perspectivas personal y política se integran. En consecuencia, la perspectiva política tiene un fuerte carácter vinculante del que carecen las estrategias de fundamentación discontinuas; los principios morales son sensibles a nuestras convicciones éticas, por lo tanto si conectan con ellas no existe razón alguna para que las dejemos de lado al actuar políticamente.

Pero para poder llevar adelante tal proyecto de continuidad se debe presentar una idea de ética consensuable11, y dada la radical diversidad de concepciones del bien, debería ser una concepción abstracta de buena vida. Supuestamente, esta ética liberal es la que podría solucionar las limitaciones que le han sido criticadas al liberalismo por los comunitaristas. Es la eticidad la que tiene poder vinculante y brinda motivaciones para actuar, y una concepción del bien liberal tendría internamente todo aquello que luego se erigiría en principios políticos liberales. El problema que se presenta es que si se aspira a fundar una ética liberal a partir de la cual fundamentar principios de justicia y se considera que tal ética no puede ser sustantiva sino formal, entonces dicha condición de formalidad genera algunas dificultades para lograr el poder vinculante que deberían tener los principios morales.

La formalidad de la eticidad debe poder englobar distintas concepciones de vida buena, por lo tanto los contenidos concretos, que es lo que provee poder vinculante, no se presentarían, al menos en esta “ética liberal”. El poder vinculante seguiría estando en el ámbito de las concepciones sustantivas de la buena vida que tienen los sujetos, lo que podría hacer pensar que el concepto de ética liberal es superfluo. Esta estrategia no tendría más utilidad que aquella que pueden darnos principios de justicia fundamentados desde una estrategia discontinua y que posibiliten, por ejemplo, un consenso entrecruzado.12 El problema que Dworkin no percibe es que toda ética, para tener poder vinculante, tiene que ser concreta, de lo contrario no lo tiene. Y en el caso de hablar de una ética abstracta sería sumamente cuestionable la utilización conceptual del término, ya que si se habla de una eticidad con esta característica definitoria, lo primero que puede sugerirse es que hay una utilización del mismo término con un significado diferente, y el significado que Dworkin le atribuye es sumamente controvertible. El par conceptual moralidad y eticidad que es relevante y utilizado en esta propuesta centra su valor en que justamente el primero de ellos es de carácter formal y universal, mientras que el segundo es sustancial y concreto. La idea de eticidad, diferenciada de la de moralidad, tiene como particularidad su carácter concreto, y esto queda manifiesto cuando, a la hora de juzgar una acción, Hegel sostiene que el agente debería ser juzgado por su creencia

(…) en el sentido de la fidelidad de convicción: en si el hombre ha permanecido en su actuar fiel a su convicción, a la fidelidad formal subjetiva, solo la cual contendría lo obligatorio. (…) la ley no actúa, es solamente el hombre real el que actúa, y respecto del valor de las acciones humanas se trata sólo, según aquel principio de hasta qué punto ha acogido él aquella ley en su convicción.13

Según Hegel, estas convicciones que el sujeto posee son las que la eticidad provee y las que realmente mueven a actuar, porque la moralidad se ha convertido en eticidad. El “bien abstracto”, propio de la moralidad, se encuentra éticamente concretado, incluido como forma de relación que yace en el seno de una comunidad determinada.

Por lo tanto, si consideramos la distinción conceptual entre moralidad y eticidad como relevante y lo hacemos de acuerdo a lo que tradicionalmente significan, entonces Dworkin comete un error grave al darle características formales y abstractas a aquello que por definición no lo es. Simplemente bajo la perspectiva de Dworkin cabría la posibilidad de no distinguir entre una esfera y otra; la esfera de lo político y la de lo personal estarían regidas por una lógica similar, y ambas deberían atraerse la adhesión de diferentes formas de vida concretas, por lo que no es visible ningún avance al respecto.

Es más, podría considerarse que la nueva posición de Dworkin no hace más que reproducir las características que tiene el liberalismo en el ámbito político en el ámbito de la ética; es decir, en el ámbito de la moral política propone principios de justicia acordables por todos los sujetos independientemente de la idea de bien que sustenten, y a nivel de la ética propone una idea de vida buena abstracta admitida por todos más allá de la idea de vida buena concreta que defiendan. El éxito de la propuesta depende de que la idea de vida buena liberal sea acordable por todas las posibles concepciones de vida buena, y en este punto el problema político se traslada al ámbito de la ética, agregando a las dificultades ya existentes en el ámbito político la exigencia de dar cuenta de un concepto abstracto de vida buena.

La necesidad de proveer poder vinculante a los principios políticos que regulen la sociedad es sumamente significativa, pero debería preguntarse si no sería necesario reformular el concepto de eticidad que se maneja o darle mayor contenido para que pueda ser realmente vinculante, porque así como es formulada la idea de ética liberal tiene las mismas carencias que pretende solucionar. En realidad, no se presenta ningún avance sustancial; sólo queda la buena intención del intento y el reconocimiento de la dificultad que trata de solucionar.

3. La perspectiva de la integridad

A mi entender, el segundo intento de Dworkin -el liberalismo basado en una idea de vida buena- es fuertemente defectuoso; se acaba de exponer las razones y puede decirse que su empresa no va más allá de presentar un conjunto de buenas intenciones que no realiza de ninguna manera. Es en el primer liberalismo donde se encuentra la definición más sólida y potente. Éste es un liberalismo que no presenta una concepción de vida buena, sino que se basa en una idea de igualdad de la que se deriva la neutralidad en el ámbito de la moral privada. Esta posición es la que Dworkin reconoce, en sus conferencias Tanner, que tendría las dificultades que tiene todo liberalismo basado en las estrategias de fundamentación discontinuas entre lo político y lo personal, entre lo público y lo privado. Pero como se ha indicado, Dworkin no explota suficientemente su propio aparataje conceptual, porque en una de sus propias ideas se encuentra una posible tentativa de solucionar tal abismo.1

La solución es apelar a la idea de integridad. De acuerdo con Dworkin, la integridad es aplicable a los sujetos y a los colectivos, de tal manera que puede decirse que actúan de manera íntegra o coherente con aquellos principios o convicciones que son constitutivos para aquellas prácticas en las que toman parte. De esta forma es que se puede tratarlos y evaluarlos como agentes morales responsables. La dificultad se encuentra en los colectivos, y para superarla utiliza la personificación de la comunidad como herramienta heurística. Esto es lo que le permite tratar a los colectivos como agentes morales responsables.

De acuerdo con lo ya expuesto, se tendrían diferentes prácticas determinadas por convicciones constitutivas15 y para con las cuales se exige coherencia. El énfasis, a mi entender, debe ser puesto en la integridad. La prioridad de esta idea a nivel de los sujetos permitiría el tránsito a través de las diferentes prácticas y la adaptación a las convicciones de dichas prácticas. Lo importante ya no es el conjunto de convicciones de cada práctica sino la integridad. El énfasis no está en que a nivel público se encuentra la convicción de la imparcialidad y a nivel privado la de parcialidad hacia los propios, sino que en el ámbito político la integridad asegura la unificación de las perspectivas personal y pública. Por ejemplo, un sujeto a nivel personal desea beneficiar a quienes comparten su misma fe frente a otros en un negocio particular, y lo hace, siendo coherente con sus convicciones que le ordenan ser parcial y tratar de hacer lo mejor para quienes comparten su misma fe. Ese mismo individuo pasa a desempeñar un cargo público y debe decidir en una licitación de obra pública entre distintos postulantes entre los que se encuentran miembros de su propia religión; ahí el conjunto de convicciones es diferente porque él se encuentra siendo parte de una práctica que no es la de su vida personal y que posee un conjunto de creencias que son distintas a las propias. Mediante la personificación de la comunidad tales creencias pueden ser percibidas como propias de un agente moral del que se es parte y con las que se debe ser coherente, por lo que de acuerdo con la integridad, la licitación se otorgará a la propuesta mejor dejando de lado todo aquello que no sea pertinente a una evaluación imparcial y equitativa, ya que estas creencias son constitutivas de esta práctica y se debe ser coherente con ellas. Es decir, en la esfera política y solamente en ella, la integridad aseguraría una perspectiva unificada porque las convicciones del individuo coincidirían con las de la comunidad. Por esto para el ciudadano integrado una fuerte desigualdad económica o algún tipo de discriminación a nivel de la comunidad afecta su vida de tal forma que la considera una vida peor que la que hubiera podido tener si su comunidad fuese más justa.16

A esto se le puede objetar la dificultad de que la integridad no sea tan fuerte como para imponer su supremacía en todas las prácticas, y tal objeción debe ser aceptada. Es una posibilidad significativa que la integridad no se presente con tal fuerza que no permita realizar dichos tránsitos entre las prácticas sin perder coherencia, pero también debe reconocerse que nuestra forma de percibir el mundo y de actuar en él se basa en la coherencia de un conjunto de creencias que sostenemos y que estructuran y dan sentido a nuestra vida. Es más, la propia noción de sujeto podría llegar a ser ininteligible si no se pudiera apelar a comportamientos íntegros con respecto a creencias básicas. La idea de racionalidad práctica está determinada por este tipo de comportamiento,17 y la posibilidad del juicio moral depende de un trasfondo estructurado en base a comportamientos coherentes con principios. No habría evaluación posible si no existiera un trasfondo de este tipo. Por supuesto que ningún sujeto posee un conjunto de creencias coherentes de forma absoluta, pero sí es posible pensar en un considerable grado de coherencia que permita apelar a esta noción como integradora de las perspectivas del sujeto.

 

BIBLIOGRAFÍA

1 Cf. Ronald Dworkin, “Liberalism”, en Stuart Hampshire (ed.), Public and Private Morality, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1978. Traducción castellana, Moral pública y privada, México, FCE, 1983. También su posición se encuentra claramente expuesta en: “What Liberalism Isn´t”, The New York Review of Books, January 3, 1983, pp. 47-50 y “Why Liberals Should Believe in Equality”, The New York Review of Books, February 3, 1983, pp 32-34.

2 Ronald Dworkin, “El liberalismo”, op. cit., p.135.

3 Cf. Ronald Dworkin, “Foundations of Liberal Equality”, en The Tanner Lectures of Human Values, XI, Salt Lake City, University of Utah, 1990, pp. 3- 119. Traducción castellana, Ética privada e igualitarismo político, Barcelona, Paidós, 1993. En sus conferencias Tanner se encuentra el núcleo duro de su nueva concepción del liberalismo, aunque también su nueva visión ha sido propuesta en “Justice and the Good Life”, en University of Siena, International School of Economic Research (ed.), Ethics and Economics, 2, Siena, Certosa di Pontignano, 1991, pp. 408-423; “The Ethical basis of Liberal Equality”, en University of Siena, International School of Economic Research (ed.), Ethics and Economics, 2, Siena, Certosa di Pontignano, 1991, pp. 21-45.

4 Ronald Dworkin, Ética privada e igualitarismo político, op. cit., p. 40.

5 Ibid., p. 54.

6 Ibid., p. 57.

7 Cf. Ronald Dworkin, “Justice and the good life”, op. cit., pp. 412-414.

8 Ronald Dworkin, Ética privada e igualitarismo político, op. cit., p. 64.

9 Ibid., p. 65.

10 Cf. G. W. F. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1993, numeral 157-148, p. 506.

11 Ronald Dworkin, Ética privada e igualitarismo político, op. cit., p. 160.

12 Cf. John Rawls, Political Liberalism, New York, 1993. Traducción castellana, El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 182-186.

13 G. W. F. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, op. cit., numeral 157-148, p. 506.

14 En trabajos más recientes la idea de integridad asume dicho rol, y si bien nada conduce a pensar que la idea de vida buena liberal haya sido abandonada, puede sostenerse que ha sido puesta en un plano secundario. Cf. Ronald Dworkin, “Do Liberty and Equality Conflict?”, en Baker Paul (ed.), Living as Equals, Oxford, Oxford University Press, 1996.; “Justice for Hedgehogs”, John Dewey Harvard Colloquium, manuscrito.

15 Las convicciones constitutivas son las que determinan los límites de una práctica y esbozan su sentido.

16 Cf. Ronald Dworkin, “Liberal Community”, Alberta Law Review, 1989, 77, 3, pp. 479-509. Traducción castellana, La Comunidad liberal, Bogotá, Siglo del Hombre, 1996, pp. 178-179.

17 La coherencia forma parte esencial de las reglas del discurso práctico a partir del momento en que el discurso práctico es concebido como una actividad guiada por reglas. Cf. Ludwig Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas, México, Unam-Crítica, 1988; J. L. Austin, ¿Cómo hacer cosas con palabras?, Buenos Aires, Paidós, 1981; R. M. Hare, El lenguaje de la moral, México, UNAM, 1975; S. Toulmin, An Examination of the Place of Reason in Ethics, Cambridge, Cambridge University Press, 1950, K. Baier, The Moral Point of View, Cornel University Press, 1958; y más recientemente R. Alexy, “A Theory of Practical Discourse”, en Benhabib S., and Dallamyr F., The Communicative Ethics Controversy, Cambridge, Massachusetts, The MIT Press, 1991.